Una de las películas más conocidas de Roman Polanski, si no la más conocida y que le catapultó definitivamente al estrellato al ser la primera que produciría en Hollywood, es La semilla del diablo, que cuenta la historia de una pareja mudada a un nuevo piso donde esperan su primer bebé, cuyo parto traerá ciertas complicaciones.
En los papeles principales tenemos a unos más que profesionales Mia Farrow y John Cassavetes, que nos regalan una más que soberbia interpretación para nuestro disfrute.
Roman Polanski con La semilla del diablo se consagra como uno de los creadores de atmósferas más interesantes del séptimo arte, entre los que cabría también mencionar a otros más actuales como Haneke o Lynch. Y es que La semilla del diablo no es una película de miedo, o al menos, coincidiendo con otros que la han comentado, no hay que verla como una película de miedo, porque lo cierto es que no asusta, o por lo menos no asusta como estamos acostumbrados a que nos asusten.
En La semilla del diablo no hay sorpresas, no hay subidas repentinas de volumen, no hay gritos, ni niños maléficos ni abuelitas desdentadas ni payasos terroríficos; hay atmósfera, con la que Polanski nos mete en su mundo de una manera magistral.
Basada en la novela de Ira Levin, y con un ritmo lento que a veces llega incluso a hacerse aburrido, la principal pega que se le debería poner a la película es la traducción de su título, que revienta la miga del filme como un cartucho de dinamita. ¡Oh, Rosemary está embarazada del diablo, qué sorpresa! ¡Pero cómo se ha podido consentir semejante despropósito! La película me ha decepcionado, y creo que está muy sobrevalorada, aunque, repito, quizá sea (lo más seguro) porque el propio título te la revienta y uno espera que le sorprendan con algo que ya sabe.
De todas formas, a uno se le eriza el vello viendo hasta qué punto es fuerte el instinto maternal, porque ¿no es tu hijo al fin y al cabo? Pues quiérele.
En los papeles principales tenemos a unos más que profesionales Mia Farrow y John Cassavetes, que nos regalan una más que soberbia interpretación para nuestro disfrute.
Roman Polanski con La semilla del diablo se consagra como uno de los creadores de atmósferas más interesantes del séptimo arte, entre los que cabría también mencionar a otros más actuales como Haneke o Lynch. Y es que La semilla del diablo no es una película de miedo, o al menos, coincidiendo con otros que la han comentado, no hay que verla como una película de miedo, porque lo cierto es que no asusta, o por lo menos no asusta como estamos acostumbrados a que nos asusten.
En La semilla del diablo no hay sorpresas, no hay subidas repentinas de volumen, no hay gritos, ni niños maléficos ni abuelitas desdentadas ni payasos terroríficos; hay atmósfera, con la que Polanski nos mete en su mundo de una manera magistral.
Basada en la novela de Ira Levin, y con un ritmo lento que a veces llega incluso a hacerse aburrido, la principal pega que se le debería poner a la película es la traducción de su título, que revienta la miga del filme como un cartucho de dinamita. ¡Oh, Rosemary está embarazada del diablo, qué sorpresa! ¡Pero cómo se ha podido consentir semejante despropósito! La película me ha decepcionado, y creo que está muy sobrevalorada, aunque, repito, quizá sea (lo más seguro) porque el propio título te la revienta y uno espera que le sorprendan con algo que ya sabe.
De todas formas, a uno se le eriza el vello viendo hasta qué punto es fuerte el instinto maternal, porque ¿no es tu hijo al fin y al cabo? Pues quiérele.
Los payasos no dan miedo, maricona
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