Michael Haneke se introdujo en el mundo del cine atestando un potente puñetazo sobre la mesa materializado en su ópera prima El séptimo continente. La película, basada en hechos reales, muestra a una aparentemente feliz familia burguesa de la Viena de finales de los 80’ que, de buenas a primeras, decide que no le gusta su vida y acaba por romper (no es un decir) con ella.
Ya en su primer largometraje para la gran pantalla el austríaco apuntaba maneras acerca de por dónde iba a tirar en cuanto a temática y realización de sus películas, hasta convertirse a día de hoy en uno de los más importantes directores de cine europeo y mundial. Michael Haneke experimenta con la típica familia occidental exponiéndola ante situaciones límite, muchas veces con violencia de por medio, todo ello aderezado con una realización tan suya que lo delata como si fuese su propio DNI. Cámara fija y planos largos son el sello del director, que junto con una música prácticamente inexistente consiguen una atmósfera tan opresiva como única. En El séptimo continente Haneke roba la identidad de sus personajes fijando la cámara principalmente en los objetos con los que éstos interactúan, de forma que el espectador tarda en ver la cara de aquellos a quienes va a acompañar en su cruzada contra el Estado del bienestar y la superficial sociedad de consumo, similar en cierto modo a lo que dentro de unos años haría David Fincher basándose en la novela de Chuck Palahniuk, El club de la lucha.
Puede entenderse que, puestos a contar una historia basada en hechos reales, se quiera ser fiel a lo que ocurrió de verdad; pero lo cierto es que una mejor explicación del comportamiento de la familia hubiera sido todo un detallazo por parte del director, así como un no tan abusivo uso de su estilo, lo cual hubiera evitado que la película se haga aburrida por momentos.
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