Que Ingmar Bergman es uno de los autores cinematográficos que introduce de forma más patente su visión subjetiva en cada uno de sus filmes es algo sobradamente conocido a estas alturas de la película. En el caso de Fanny y Alexander, la última obra del genio para la gran pantalla (aunque seguiría realizando trabajos para la televisión y el teatro), la identificación del director con el personaje es tal, que no andaríamos mal encaminados si afirmásemos que dicho film es el más personal y autobiográfico del maestro sueco.
Escrita por él mismo, Fanny y Alexander nos traslada a la Suecia de principios de siglo, en un ambiente de alta sociedad al que da vida una familia dedicada por completo al teatro. Tras la muerte de su padre (Allan Edwall), la mamá (Ewa Fröling) de Fanny (Pernilla Allwin) y Alexander (Bertil Guve) se casa con el obispo Edvard Vergerus (Jan Malmsjö), de rígida moral y severa educación, que se los lleva a vivir a su casa y les aparta de la calidez brindada por el acogedor entorno familiar.
La película resulta ser todo un alegato en favor de la imaginación como medio para superar los problemas terrenales a los que el ser humano se enfrenta en su día a día, especialmente cuando esa imaginación desemboca en historias que acaban por ser representadas en ese pequeño mundo llamado teatro, que muchas veces sirve como medio de evasión del mundo real, el grande.
La película es contemplada íntegramente a través de los ojos de Alexander, indudablemente el alter ego de Bergman y con total seguridad un fiel reflejo de lo que el director fue en su infancia: la severa educación protestante, la fascinación por las imágenes ofrecidas por la linterna mágica, la proximidad al mundo del teatro, el silencio de Dios como respuesta a sus preguntas, etc.
Y es que Fanny y Alexander constituye una crítica blasfema a la religión, que también tiene parte (mucha) de imaginación e historietas, pero al contrario de lo que sucede en el teatro, las historias que cuenta la religión, al querer estar forzosamente teñidas de verdad y certeza, tienen más de dañino que de positivo, acaban por herirle a uno, y ante ellas no queda más que la consecuente rebelión de Alexander.
La película parece querer decir que es el amor que entreguemos en nuestro día a día en cada una de nuestras acciones lo que verdaderamente salva a nuestras almas, y que a pesar de él siempre vamos a enfrentarnos a enigmas y misterios que no sabremos explicar, y ante los cuales siempre encontrará cabida la religión.
Alguien más entendido en la vida y obra de Ingmar Bergman podría confirmar si Fanny y Alexander refleja en cierto modo la nostalgia de un verdadero padre por parte del director, ya que la continua presencia del espíritu del padre de Alexander así parece atestiguarlo, dando aliento a su hijo desde el más allá, en clara contraposición a su nuevo padrastro.
Aún siendo larguísima (¡tres horas!), parece ser que Fanny y Alexander se concibió en su momento como un proyecto para televisión, con el doble de duración y una mejor explicación de los comportamientos de los personajes. Eso explicaría por qué, en mi opinión, la relación entre Alexander y su padre no llega tan en profundidad al espectador y por eso la versión de tres horas cojea ligeramente de esa parte.
Con una excelente dirección de actores y una preciosa fotografía y puesta en escena, la película fue galardonada en 1983 con el Óscar a la mejor película extranjera.
Escrita por él mismo, Fanny y Alexander nos traslada a la Suecia de principios de siglo, en un ambiente de alta sociedad al que da vida una familia dedicada por completo al teatro. Tras la muerte de su padre (Allan Edwall), la mamá (Ewa Fröling) de Fanny (Pernilla Allwin) y Alexander (Bertil Guve) se casa con el obispo Edvard Vergerus (Jan Malmsjö), de rígida moral y severa educación, que se los lleva a vivir a su casa y les aparta de la calidez brindada por el acogedor entorno familiar.
La película resulta ser todo un alegato en favor de la imaginación como medio para superar los problemas terrenales a los que el ser humano se enfrenta en su día a día, especialmente cuando esa imaginación desemboca en historias que acaban por ser representadas en ese pequeño mundo llamado teatro, que muchas veces sirve como medio de evasión del mundo real, el grande.
La película es contemplada íntegramente a través de los ojos de Alexander, indudablemente el alter ego de Bergman y con total seguridad un fiel reflejo de lo que el director fue en su infancia: la severa educación protestante, la fascinación por las imágenes ofrecidas por la linterna mágica, la proximidad al mundo del teatro, el silencio de Dios como respuesta a sus preguntas, etc.
Y es que Fanny y Alexander constituye una crítica blasfema a la religión, que también tiene parte (mucha) de imaginación e historietas, pero al contrario de lo que sucede en el teatro, las historias que cuenta la religión, al querer estar forzosamente teñidas de verdad y certeza, tienen más de dañino que de positivo, acaban por herirle a uno, y ante ellas no queda más que la consecuente rebelión de Alexander.
La película parece querer decir que es el amor que entreguemos en nuestro día a día en cada una de nuestras acciones lo que verdaderamente salva a nuestras almas, y que a pesar de él siempre vamos a enfrentarnos a enigmas y misterios que no sabremos explicar, y ante los cuales siempre encontrará cabida la religión.
Alguien más entendido en la vida y obra de Ingmar Bergman podría confirmar si Fanny y Alexander refleja en cierto modo la nostalgia de un verdadero padre por parte del director, ya que la continua presencia del espíritu del padre de Alexander así parece atestiguarlo, dando aliento a su hijo desde el más allá, en clara contraposición a su nuevo padrastro.
Aún siendo larguísima (¡tres horas!), parece ser que Fanny y Alexander se concibió en su momento como un proyecto para televisión, con el doble de duración y una mejor explicación de los comportamientos de los personajes. Eso explicaría por qué, en mi opinión, la relación entre Alexander y su padre no llega tan en profundidad al espectador y por eso la versión de tres horas cojea ligeramente de esa parte.
Con una excelente dirección de actores y una preciosa fotografía y puesta en escena, la película fue galardonada en 1983 con el Óscar a la mejor película extranjera.
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