En 1981 un realizador publicitario llamado Hugh Hudson debutó en la gran pantalla con una película que, en gran parte debido a su banda sonora, ha merecido permanecer en un más que aceptable puesto de la Historia del cine. Hablamos de Carros de fuego.
Escrita por Colin Welland, Carros de fuego cuenta la historia real de Harold Abrahams (Ben Cross) y Eric Lidell (Ian Charleson) dos grandes corredores de primer cuarto de siglo que, si bien por motivos diferentes, amaban el atletismo por encima de todas las cosas, y encontraban en él la clave para un mejor desarrollo integral y espiritual como personas.
Producida por David Puttnam, Carros de fuego viene a hablarnos de la importancia que el sacrificio y el esfuerzo tienen en una sociedad como la nuestra, y para ello qué mejor que ambientarnos en los juegos olímpicos de París de 1924.
La emocionante música del griego Vangelis que acompaña la película ya ha pasado a la posteridad y se considera inmortal, desde el inicio en que acompaña a los jóvenes corredores en su marcha por la orilla de la playa, combinada con las preciosas y seductoras imágenes con las que nos deleita Hudson a lo largo de todo el filme. Preciosidad y seducción, no podía ser de otra forma, tratándose Hudson de un respetable realizador publicitario.
No obstante lo dicho, me veo obligado a señalar que, a pesar de todos sus pros (que, como ya digo, son muchos), la película no llega a emocionar tanto como en un principio prometía, y nos queda la sensación de tener ganas de más. Las cuales, para nuestra desgracia, no se satisfacen.
Escrita por Colin Welland, Carros de fuego cuenta la historia real de Harold Abrahams (Ben Cross) y Eric Lidell (Ian Charleson) dos grandes corredores de primer cuarto de siglo que, si bien por motivos diferentes, amaban el atletismo por encima de todas las cosas, y encontraban en él la clave para un mejor desarrollo integral y espiritual como personas.
Producida por David Puttnam, Carros de fuego viene a hablarnos de la importancia que el sacrificio y el esfuerzo tienen en una sociedad como la nuestra, y para ello qué mejor que ambientarnos en los juegos olímpicos de París de 1924.
La emocionante música del griego Vangelis que acompaña la película ya ha pasado a la posteridad y se considera inmortal, desde el inicio en que acompaña a los jóvenes corredores en su marcha por la orilla de la playa, combinada con las preciosas y seductoras imágenes con las que nos deleita Hudson a lo largo de todo el filme. Preciosidad y seducción, no podía ser de otra forma, tratándose Hudson de un respetable realizador publicitario.
No obstante lo dicho, me veo obligado a señalar que, a pesar de todos sus pros (que, como ya digo, son muchos), la película no llega a emocionar tanto como en un principio prometía, y nos queda la sensación de tener ganas de más. Las cuales, para nuestra desgracia, no se satisfacen.
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