
Al igual que aquella gafapastada tailandesa, esta película también habla, como su propio nombre indica, de la vida, de la conexión espiritual que existe entre las distintas partículas y moléculas que conforman el universo, de la creación, desarrollo y desaparición de la materia viva, entre la que estamos nosotros, los humanos, tan importantes para nosotros mismos pero tan insignificantes para la inmensidad del espacio y el tiempo.
Mediante un hipnótico tono onírico en el que se abusa de los grandes angulares, Malick recrea magistralmente esos vagos recuerdos que, no sabemos muy bien por qué, conservamos de nuestra infancia, esos momentos que permanecen imborrables en nuestra memoria.
La interpretación de Brad Pitt es correcta, pero no puedo dejar de verle como un mero reclamo para las masas sedientas de guaperas en la pantalla, más que como alguien verdaderamente adecuado para el papel.
Es cierto, la película no se hace aburrida, pero sí es preciso apuntar que se trata de una gafapastada de manual, cercana al cine experimental y en la que, al igual que ocurre con otras muchas películas, cobra más importancia el sentir que el ver y entender. Es decir, que si puedes verla habiendo consumido algún tipo de droga que te estimule los sentidos, tanto mejor, porque de lo contrario te quedarás, al igual que la mitad de la sala del cine al que fui a verla, con cara de haba.
Con El árbol de la vida, Terrence Malick ha hecho su particular 2001: Una odisea en el espacio, cine para culturetas y amantes del cine como arte, pero donde estén Indiana Jones y las películas del oeste, que se quiten todas las demás gilipolleces.